
Eran poco más de las nueve de la noche de un martes. Mientras en la ciudad los padres estarían llevando a dormir a sus niños más pequeños y los jóvenes estaban despidiéndose por el Facebook, Carla estaba finalizando los últimos papeles del trabajo en su oficina.
Ese informe definitivo que probablemente le llevaría al tan ansiado ascenso. Después de que salieran por la impresora lo grapó, con una grapa especial dorada, y lo metió en un portafolios de cuero que tenía para las grandes ocasiones. Lo dejó encima de la mesa y lo miró fijamente. Su mirada estaba perdida entre las rugosidades de la piel de vaca que conformaba la topografía del portafolios.
Su ubicación exacta no importa, pero estaba en una de las torres del complejo AZCA, entre el BBVA y Torre Picasso (propiedad de FCC). Todos los días pagaba unos 20€ por el parking. Desde su despacho se podía ver el Bernabeu, las torres KIO, y las cuatro nuevas torres que apuntaban ya hacia Mirasierra. Si tuviera ventanas al otro lado podría ver cómo están reconstruyendo el Windsor.
La moqueta del suelo era oscura, y en su despacho comenzaba a haber más madera que plástico, no como en los anteriores que había ido habitando en su ascenso en puestos y en plantas. Eran las nueve de la noche ya. El día había sido intenso. Había pasado todo el día recopilando datos.
Mañana se presentaban en la Junta candidaturas para nuevos nombramientos en la cúpula, y su informe buscaba precisamente minar los candidatos más fulgurantes, hasta dejarla a ella como la única posible y viable. La diferencia entre el juego limpio y sucio hacía tiempo que lo había dejado, en concreto cuando habitó la planta sexta.
No había sido un día sencillo. Su trabajo exigía desconfiar. Su trabajo real. El otro era el propio de la empresa. Su misión era seguir el único camino que le quedaba, después de tantas renuncias, de tantos sacrificios. Las informaciones, como venía pasando últimamente, las tuvo que obtener personalmente, llendo a las fuentes. Punto a punto, dato a dato. Persona a persona.
Sabía que el éxito exigía sacrificios. El encanto era el peor. Odiaba ser encantadora. Odiaba presentarse disponible, sugerente, un objeto para los hombres. Odiaba a los hombres. Y ahora sólo había hombres entre ella y el éxito. Sólo tenía que utilizar su encanto, y las bajas pasiones hacían el resto. Dato a dato. Punto a punto. Era en lo que había convertido su mundo.
No sabía hasta qué punto la conocían en la empresa. No podía contar con las mujeres, pero no eran una amenaza. Todas estaban unas plantas más abajo. Carla necesitaba pensar que entre ellas y ella sólo había envidia y rencor.
El cuero del portafolios la remitía al futuro que tenía ganado. Todos los días, cuando pasaba por la Plaza de Castilla, veía el Obelisco de Calatraba, el "Alfiler dorado" coronando el centro de las dos "Torres Kio". Era su icono personal. El alfiler dorado... Llegó a comprarse uno muy parecido para ponérselo en las chaquetas. Ese oro, ese dorado, la gloria, la fama, el prestigio, el éxito... el poder. Eran los motores de ese informe.
(continuará...)