lunes, 5 de agosto de 2013
A VER QUIÉN PASA
Voy de acá para allá por una carretera que, al atravesar Castromonte, se convierte en una larga y estrecha calle por la que sólo puede pasar un coche. Las aceras son tan estrechas que aconsejan al peatón subirse al peldaño del portal más próximo, como quien en la plaza se refugia en un burladero, en caso de cruzarse con un conductor, no digo ya si es de camión de reparto o tractor, aunque éstos, que ya se lo saben, se conoce que evitan esa calle. Yo cruzo el pueblo, y lo hago un poco más rápido de lo que la calle indica a la prudencia, pero es que antes y después del pueblo he tenido y tendré varios kilómetros de recta, y aunque sea carretera comarcal, una recta siempre es una recta y si es de varios kilómetros y se sabe sin vigilancia de la venemérita y sin tráfico... pues eso, que sin querer uno se embala un poco... y aunque he frenado bastatante, que lo de la callecita esta ya me lo se yo, noto al llegar a una bocacalle que voy un pelín más rápido de lo que me permitiría reaccionar en caso de que me saliese al paso un niño en bicicleta o algo así. Pero no, al paso de esa bocacalle me sale una escena que no por típica deja de sorprenderme: Cae la tarde, es domingo y un corrillo de gente ha sacado sus sillas (cada una de su casa, cada una de un color, tamaño y forma) y han formado tertulia allí sobre el asfalto, o el cemento, que es el asfalto de los pobres en estos pueblos pequeños de Castilla, y a medio palmo de mi retrovisor, que lejos de molestarles, les ha dado un breve instante de emoción, se encuentra allí un grupo de cinco o seis señores y señoras, y algún no tan señor que acaso por ser verano o por ser domingo, se nota a la legua que ha venido de la capital a integrarse. Ver quién pasa. Uno nota como la tertulia lleva suspendida desde que alguien oyó a lo lejos el sonido de un motor acercándose, y al pasar, mudos, sus rostros escrutan como si no hubiera entre manos asunto más grave que tratar que el averiguar quién pasa. Uno mira fugaz los rostros, intercambio de miradas, y siente que deja detrás un rastro de conjeturas "¿Ese no era el de la Leonisa? -No, ese debe ir para Villabrágima- Pues es el coche del yerno de Luisa, la del molino"... y al cabo, cuando haya vuelto yo al vértigo de mi carrera paramera, el asunto de mi identidad haya quedado suspendido en el aire de aquella tertulia, como queda suspendida la nube de polvo que levanta un coche al pasar por cualquiera de aquellos caminos de tierra del páramo en las últimas horas de las tardes de verano...
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