Son las once de la noche. Marcos está ya en la cama, desde hace rato ya, aunque no tiene sueño. Está inquieto, algo nervioso y desvelado. Sus padres lo han metido en la cama hace casi hora y media y está molesto. Que ya tiene diez años, caramba, no tiene que irse tan pronto a la cama.
Además hoy, que su hermano pequeño está con sus primos, ¿qué necesidad había de meterle en la cama tan pronto?
Pero sus padres están ocupados. Les ha oído algo que no entiende, algo que ha dicho su madre de “ir a por el tercero”, y cree que están divirtiéndose en su cuarto; parece que mamá está jugando con la cosita de papá.
Tras los ventanales de su cuarto se divisa todo el parque, el Campo Grande entero. Estamos a comienzos de octubre, y las noches ya son frescas. Aún así a Marcos le gusta dormir con la persiana hasta arriba y, a veces, con una rendija abierta. La ventaja de vivir en el ático es que su cuarto da a una gran terraza, y en ocasiones, cuando se desvela, sale a asomarse, y disfruta observando cómo el viento susurrante mece las copas de los árboles del parque.
Sale a la terraza, a la noche. Le gusta la noche, fresca, tranquila, para él solo. Hace tiempo que ya no hay correrías en el parque por la noche. Ve un coche patrulla pasar despacio por la acera de Recoletos, con un ronroneo apagado, y unas letras enormes en el techo, J45, desafiando la noche.
En la pared izquierda hay una escalinata de acero, que sube al tejado. Su padre la mandó poner, y de cuando en cuando sube al tejado para que no anide nada entre las tejas. A Marcos le gusta subir alguna noche. No hay riesgo, pero siempre siente un cosquilleo cuando sube, y algo de miedo al bajar, cuando emboca la escalera y siente el viento moviendo su pelo.
Sube y se sienta entre las tejas, triunfante, viendo el parpadeo de las estrellas. Siente un ruido y se gira, y ve, apoyado en una de las chimeneas, a un hombre grandote, que solloza con la cara entre las manos.
Enseguida siente piedad por él, y se acerca a ver qué ocurre. El hombretón quita una de sus manazas y sonríe torpemente cuando el chiquillo se le acerca. Va vestido de manera extraña, como los labriegos del campo de hace muchos años, que su madre le enseña en fotos viejas, acartonadas, amarillas, con un olor agrio y picante.
- ¿Le pasa algo?- preguntó el niño.
- Qué me va a pasar…-
- ¿Por qué lloras?-
- Porque la gente se olvida de nosotros, de lo que hacemos…
- Y, ¿qué hacen?
- Asustamos a los niños, pero ya ves tú… - dijo, mientras encogía los hombros y sonreía.
- A mí no me das miedo…-
- Ves, ya lo decía yo. Ya no servimos.-
El niño apoya la espalda en el lateral de la chimenea, en cuclillas, mientras el hombre se sienta a lo indio. Media espalda poderosa queda sin apoyo en la chimenea, mientras se rasca el grueso cuello.
- ¿Eres como Mike y Sulley?- pregunta el niño.
- ¿Eh?, no entiendo-
- Son personajes de una peli de dibus animados, que son monstruos de una empresa que asusta a niños porque necesitan energía…-
- ¿Dibus animados?, no, es parecido, pero no igual-
- Y, ¿por qué asustáis?-
- Porque no sé hacer otra cosa. Llevo toda la vida haciéndolo.-
- Y, ¿cómo lo hacéis?, ¿no salís en películas ni en internet?-
- No. Al principio las mamás asustaban con nosotros. Si no cenabas, zaca, ahí estaba yo. Si no te dormías, hale, ahí estaba yo. Luego los niños también soñaban con nosotros, y mantenían vivo ese espíritu, pero ahora sueñan con Pocoyó, Bob Esponja, y alguno, más guarro, con Hanna Montana.-
- Ahora, si no ceno mi mamá me quita la consola, o el móvil, o ambas cosas.
- Ya…, mira cómo está el tema. Es una vergüenza.
- ¿Dónde vives?- pregunta el niño.
- A varias manzanas de aquí, no muy lejos…
- ¿Tienes mujer, o hijos?
- No. Vivo solo.
- ¿No te disgusta la soledad?
- Cuando más rodeado de gente estoy más me gusta estar solo.
La noche va envolviendo en tinieblas las miserias ocultas, que pugnan por salir a la escasa luz y tomar el protagonismo que el día les niega. Apenas hay gente por la calle, sólo algún tarado que sale del bingo junto a varias barraganas. Se acerca la medianoche, y Marcos no tiene sueño.
- ¿Y no trabajas?- pregunta el niño.
- De vez en cuando hago algún encargo.
- Oye, ¿cómo te llamas?
- ¿Por?
- Mi mamá dice que no hable con extraños…
- Pero si llevas ya un rato hablando conmigo…
- Ya…pero no sé cómo te llamas…
- Me llamo Juan Díaz de Garayo.
- Yo me llamo Marcos.- dijo el niño, tendiendo la manita a la zarpa del hombretón.
- Te gusta la noche, ¿verdad hijo?
- Sí, pero no suelo verla mucho. Me entra sueño enseguida.
- Pues vamos, te dejaré en tu cuarto y yo me iré a mi casa, ¿de acuerdo?
- Vale.
El hombre se levantó, se sacudió los pantalones de pana y se caló la gorra, abotonándose la chaqueta, también de pana, por encima de la camisa blanca. Avanzó la manaza hacia el niño, lo ayudó a levantarse y, cuando estuvo de pie, le dio un puñetazo en la sien. El niño se tambaleó y cayó, y hubiera hecho un ruido estruendoso en las tejas si el hombre no lo hubiera sujetado.
Medio grogui, el niño abrió los ojos mientras el hombre ataba sus manos por la espalda. No fue consciente de la situación hasta que sus ojos se abrieron como platos, al ver al hombre desenvainar un cuchillo de monte descomunal. Forcejeó, inútilmente, y balbuceó:
- Pero, Juan, qué pasa, qué haces…
- No me llames Juan…
Le tapó la boca, y media cara, con la mano, mientras sacaba de un bolsillo un pañuelo mugriento y se lo metía en la boca. El niño tuvo dos arcadas, y luchó para poder respirar por la nariz, con la boca y la garganta anegadas en la porquería del pañuelo.
Colocó el cuchillo en el pubis del niño, inspiró, y de un solo tajo le abrió hasta la boca del estómago. Las tripas se despanzurraron fláccidas por los pantalones del niño, donde se había orinado de golpe. El niño parpadeaba entre lágrimas, casi sin fuerzas, mientras mordía el pañuelo y perdía, poco a poco, el hilito de vida que le quedaba. Comenzó a temblar.
Juan limpió el puñal en la ropa del niño. Extrajo el peritoneo con el saco seroso y lo metió en una bolsa. Otra, más grande, la preparó para el niño.
Dobló sus piernas hacia atrás y anudó los tobillos a las muñecas. Antes de cerrar el saco se asomó a la carita del niño, con los ojos medio abiertos, y le dijo:
- Me llamo Juan, pero me conocen por el Sacamantecas. Y sí, es más difícil asustar, pero siempre pica algún imbécil…
Se echó los sacos a la espalda y se preparó para bajar, mientras la noche seguía, caprichosa, derramando su negro manto por todo el orbe.
Además hoy, que su hermano pequeño está con sus primos, ¿qué necesidad había de meterle en la cama tan pronto?
Pero sus padres están ocupados. Les ha oído algo que no entiende, algo que ha dicho su madre de “ir a por el tercero”, y cree que están divirtiéndose en su cuarto; parece que mamá está jugando con la cosita de papá.
Tras los ventanales de su cuarto se divisa todo el parque, el Campo Grande entero. Estamos a comienzos de octubre, y las noches ya son frescas. Aún así a Marcos le gusta dormir con la persiana hasta arriba y, a veces, con una rendija abierta. La ventaja de vivir en el ático es que su cuarto da a una gran terraza, y en ocasiones, cuando se desvela, sale a asomarse, y disfruta observando cómo el viento susurrante mece las copas de los árboles del parque.
Sale a la terraza, a la noche. Le gusta la noche, fresca, tranquila, para él solo. Hace tiempo que ya no hay correrías en el parque por la noche. Ve un coche patrulla pasar despacio por la acera de Recoletos, con un ronroneo apagado, y unas letras enormes en el techo, J45, desafiando la noche.
En la pared izquierda hay una escalinata de acero, que sube al tejado. Su padre la mandó poner, y de cuando en cuando sube al tejado para que no anide nada entre las tejas. A Marcos le gusta subir alguna noche. No hay riesgo, pero siempre siente un cosquilleo cuando sube, y algo de miedo al bajar, cuando emboca la escalera y siente el viento moviendo su pelo.
Sube y se sienta entre las tejas, triunfante, viendo el parpadeo de las estrellas. Siente un ruido y se gira, y ve, apoyado en una de las chimeneas, a un hombre grandote, que solloza con la cara entre las manos.
Enseguida siente piedad por él, y se acerca a ver qué ocurre. El hombretón quita una de sus manazas y sonríe torpemente cuando el chiquillo se le acerca. Va vestido de manera extraña, como los labriegos del campo de hace muchos años, que su madre le enseña en fotos viejas, acartonadas, amarillas, con un olor agrio y picante.
- ¿Le pasa algo?- preguntó el niño.
- Qué me va a pasar…-
- ¿Por qué lloras?-
- Porque la gente se olvida de nosotros, de lo que hacemos…
- Y, ¿qué hacen?
- Asustamos a los niños, pero ya ves tú… - dijo, mientras encogía los hombros y sonreía.
- A mí no me das miedo…-
- Ves, ya lo decía yo. Ya no servimos.-
El niño apoya la espalda en el lateral de la chimenea, en cuclillas, mientras el hombre se sienta a lo indio. Media espalda poderosa queda sin apoyo en la chimenea, mientras se rasca el grueso cuello.
- ¿Eres como Mike y Sulley?- pregunta el niño.
- ¿Eh?, no entiendo-
- Son personajes de una peli de dibus animados, que son monstruos de una empresa que asusta a niños porque necesitan energía…-
- ¿Dibus animados?, no, es parecido, pero no igual-
- Y, ¿por qué asustáis?-
- Porque no sé hacer otra cosa. Llevo toda la vida haciéndolo.-
- Y, ¿cómo lo hacéis?, ¿no salís en películas ni en internet?-
- No. Al principio las mamás asustaban con nosotros. Si no cenabas, zaca, ahí estaba yo. Si no te dormías, hale, ahí estaba yo. Luego los niños también soñaban con nosotros, y mantenían vivo ese espíritu, pero ahora sueñan con Pocoyó, Bob Esponja, y alguno, más guarro, con Hanna Montana.-
- Ahora, si no ceno mi mamá me quita la consola, o el móvil, o ambas cosas.
- Ya…, mira cómo está el tema. Es una vergüenza.
- ¿Dónde vives?- pregunta el niño.
- A varias manzanas de aquí, no muy lejos…
- ¿Tienes mujer, o hijos?
- No. Vivo solo.
- ¿No te disgusta la soledad?
- Cuando más rodeado de gente estoy más me gusta estar solo.
La noche va envolviendo en tinieblas las miserias ocultas, que pugnan por salir a la escasa luz y tomar el protagonismo que el día les niega. Apenas hay gente por la calle, sólo algún tarado que sale del bingo junto a varias barraganas. Se acerca la medianoche, y Marcos no tiene sueño.
- ¿Y no trabajas?- pregunta el niño.
- De vez en cuando hago algún encargo.
- Oye, ¿cómo te llamas?
- ¿Por?
- Mi mamá dice que no hable con extraños…
- Pero si llevas ya un rato hablando conmigo…
- Ya…pero no sé cómo te llamas…
- Me llamo Juan Díaz de Garayo.
- Yo me llamo Marcos.- dijo el niño, tendiendo la manita a la zarpa del hombretón.
- Te gusta la noche, ¿verdad hijo?
- Sí, pero no suelo verla mucho. Me entra sueño enseguida.
- Pues vamos, te dejaré en tu cuarto y yo me iré a mi casa, ¿de acuerdo?
- Vale.
El hombre se levantó, se sacudió los pantalones de pana y se caló la gorra, abotonándose la chaqueta, también de pana, por encima de la camisa blanca. Avanzó la manaza hacia el niño, lo ayudó a levantarse y, cuando estuvo de pie, le dio un puñetazo en la sien. El niño se tambaleó y cayó, y hubiera hecho un ruido estruendoso en las tejas si el hombre no lo hubiera sujetado.
Medio grogui, el niño abrió los ojos mientras el hombre ataba sus manos por la espalda. No fue consciente de la situación hasta que sus ojos se abrieron como platos, al ver al hombre desenvainar un cuchillo de monte descomunal. Forcejeó, inútilmente, y balbuceó:
- Pero, Juan, qué pasa, qué haces…
- No me llames Juan…
Le tapó la boca, y media cara, con la mano, mientras sacaba de un bolsillo un pañuelo mugriento y se lo metía en la boca. El niño tuvo dos arcadas, y luchó para poder respirar por la nariz, con la boca y la garganta anegadas en la porquería del pañuelo.
Colocó el cuchillo en el pubis del niño, inspiró, y de un solo tajo le abrió hasta la boca del estómago. Las tripas se despanzurraron fláccidas por los pantalones del niño, donde se había orinado de golpe. El niño parpadeaba entre lágrimas, casi sin fuerzas, mientras mordía el pañuelo y perdía, poco a poco, el hilito de vida que le quedaba. Comenzó a temblar.
Juan limpió el puñal en la ropa del niño. Extrajo el peritoneo con el saco seroso y lo metió en una bolsa. Otra, más grande, la preparó para el niño.
Dobló sus piernas hacia atrás y anudó los tobillos a las muñecas. Antes de cerrar el saco se asomó a la carita del niño, con los ojos medio abiertos, y le dijo:
- Me llamo Juan, pero me conocen por el Sacamantecas. Y sí, es más difícil asustar, pero siempre pica algún imbécil…
Se echó los sacos a la espalda y se preparó para bajar, mientras la noche seguía, caprichosa, derramando su negro manto por todo el orbe.
7 comentarios:
Horrible, no vuelvas a hacerme esto, lo digo en serio. Me has hecho llorar del mal rato.
Alucinado.
Es una narración brillante. De las mejores que le he leido. Al mísmo tiempo es salvaje. Para mi gusto le sobra la casquería del final... o mejor dicho la precisión anatómica (el pubis, el peritoneo... esos términos). Me resultan tan precisos que contrastan con el tono del resto que tiene un equilibrio perfecto, aunque supongo que quizá se buscaba precisamente ese contraste.
...Brillante.
Acabo de leer el comentario de Perroviejo. No pase mal rato mujer, es una ficción.
Pues yo no he llorado. Pero también me ha parecido algo horroroso.
Enhorabuena, está muy bien escrito: da un mal rollo impresionante.
Preséntalo a algún concurso de cuentos infantiles que al jurado le va a impactar.
Salud.
gracias. Pretendia eso, dar mal rollo.
Ahora a los niños se les dice: Uuuuhhhh, que viene Tejero, y acojona que no veas.
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