jueves, 22 de abril de 2010

KRAIT


Llegué tarde al colegio, como siempre. Me entretuve en los quioscos buscando coleccionables.
De niño recibía las broncas de los profesores y del jefe de estudios. Ahora que soy el director, sigo llegando tarde y nadie se atreve a decirme nada. Al entrar en el aula veo a los niños en una algarabía enorme, algunos correteando por ahí, otros en corrillo. Están nerviosos. Hoy tenemos clase de ciencias y les prometí que les llevaría serpientes.
Llevé algunos ejemplares muy vistosos y coloridos, para que disfrutaran los chavales, y las dispuse en las mesas cerca de la ventana. Por supuesto eran totalmente inofensivas. Los niños pasaban con la boca abierta, los ojos como platos, no sabiendo si tocarlas, o sólo mirarlas.
Hubo un ejemplar que me pareció raro. Una de las culebras cristal se comportaba de forma rara, y tenía aspecto raro, como un brazo de coral de aspecto y color muy vivos. Se movía inquieta. Me pareció que no era una culebra cristal. Separe a los niños, y me acerqué a examinarla. La serpiente se removió y se lanzó a mi brazo, hundiendo los colmillos en el varias veces. Grité y sacudí el brazo, intentando no perderla de vista. Los niños comenzaron a chillar y llorar. Pude fijarme que no era una cristal, sino una krait, pequeña, ágil y con un veneno mortífero.
Se soltó de mi brazo y salió por la ventana al jardín exterior. Los gritos alertaron a otros profesores. Cuando se dieron cuenta de la situación, llamaron a una ambulancia.
Empecé a sentir náuseas y un dolor horrible por todo el brazo. El malestar se agravó.
En la ambulancia me inyectaron el antídoto, mientras revisaban las constantes.
Dejé de mover las piernas. No las notaba. La lengua se hinchaba y dificultaba mi respiración. Me dolía la tripa.
Sudaba a mares y los ojos me picaban. El brazo mordido dejó de responder.
Ya en la camilla todo daba vueltas. Me levantaron y soltaron en una mesa fría. Todo mi cuerpo rebullía en el interior. Apenas podía moverme. Comenzaron las pruebas. Me preguntaron si notaba algo. Diablos, lo notaba todo.
Sin embargo no pude articular palabra.
Me pidieron que moviera algo, incluso los ojos, si notaba los cortes o los pinchazos. Cada vez que me pinchaban o cortaban notaba un dolor intensísimo, pero no pude mover nada, ni siquiera derramar una lágrima.
El anestesista puso música para ambientar. Highway to hell, de ACDC. Una enfermera contaba a otra cómo se llevó a su casa a un maromo que conoció en un bar, y lo bueno que estaba y lo bien que lo hacía todo, mientras con su mano enguantada sujetaba mis genitales y los examinaba detenidamente en busca de ronchones y otros síntomas de envenenamiento.
De pronto todo se complicó. Sentía una explosión dentro de mí. La enfermera cachonda dejó mis genitales tranquilos y pidió que me dieran la vuelta. Me palmeó el trasero mientras, entre risitas, le contaba a su amiga que mi culo y el de su invitado de alcoba se parecían.
Algo empezó a pitar como un desaforado, mientras una médico canturreó que empezaba a tener colapso de órganos y fallo general. Los riñones estaban saturados.
Pidieron tubos de drenaje y comenzaron a cortarme por la espalda, para introducir las cánulas.
El dolor era insoportable. Intenté con toda mi alma hacer algo, mover algo. Que se notara que seguía vivo, presa de un horror intensísimo. Peleé. Me rebelé a seguir de ese modo.
Apreté. Apreté con todas mis fuerzas. Seguí apretando. Una lágrima cayó por mi ojo, y fue a parar a la sábana que cubría la camilla. Seguí apretando, como si no hubiera hecho otra cosa en mi vida.
Hasta que al fin sonó…

… Juan, joder, para ya de tirarte cuescos, que te me vas a cagar encima.
Sonia, mi mujer, me zarandeaba. Olía fatal. Yo estaba envuelto en sudor. Eran las cuatro de la mañana. Medio atontao me acerqué al baño. Me senté en la taza. Sentí un escalofrío. Una leve brisa que entraba por la ventana hacía tiritar mi cuerpo sudoroso. Me cubrí con una toalla.
Me lavé la cara y salí del baño. Todo había sido una pesadilla.
Hasta que por el rabillo del ojo vi mi reflejo en el espejo, y contemplé dos cicatrices enormes en la espalda, a la altura de los riñones…

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha recordado un poco a la escena final de El Sexto sentido... pero en versión española por aquello de los cuesos...

Rocco Lampone dijo...

Ya lo ve, sita sandra...
cosas que se me ocurren

Chirly dijo...

Sus historias me recuerdan a una publicación que compraba de mozuelo que se llamaba CREEPY. Eran pequeñas historias contadas en cómic o en pequeños relatos muy similares a las suyas. Eso si, ese final recuerda demasiado a un chiste; el del tío que tenía que poner un huevo por que si no, le cortaban la cabeza y acababa: "Manolo, despierta: ¡que te estás cagando!"

marian dijo...

Jaajajajajajaaaa

Al Neri dijo...

Muy bueno. Me ha encantado, muy original...

Boooz dijo...

Comparto totalmente el comentario del Sr. Chirly. Ese chiste es un clásico.