Todos hemos soñado en alguna ocasión con ser Peter Pan y no crecer nunca. Yo volví a desear ser Peter Pan cuando ya rebasaba en varios años la treintena. A mi memoria vuelven, nítidas, dos ocasiones más; una en la que deseé ser Peter Pan y otra en la que anhelé con fuerza ser su sombra y perderme, o cargarme a ese mocoso verde.
Una tarde de mayo en la que el sol se derramaba por doquier, con la gente sesteando y una calma aletargante, fue la elegida por mi amigo David y por mí para estrenar nuestras flamantes bicis. Apenas contábamos con doce años y las bicicletas eran todo un universo de posibilidades por explorar. Plateadas, brillantes, inmaculadas… éramos la envidia del vecindario. Paseamos por la plaza durante toda la tarde, haciendo carreras, concursos de derrapes, a ver quién se mantenía más tiempo haciendo el caballito; intentando emular a los campeones de trial, flotando sobre la bici sin movernos ni avanzar...Era un momento mágico, eterno.
Emocionados, competimos por ver quién hacía el mejor stoppie, levantando la rueda trasera sobre la delantera, inclinándote hacia delante; como si fuera un caballito invertido. Ahí es cuando, cegado por mí mejor dominio de la bicicleta, David arriesgó. En su último stoppie sobrepasó la vertical, yendo de bruces al suelo y aterrizando con la cara. El golpetazo fue como un redoble asesino. Tras un segundo de calma, se desató la tormenta; comenzó a llorar y berrear como si nunca lo hubiera hecho. Yo estaba paralizado. Cuando se calmó un poco pudimos oír a su madre, angustiada, asomada a la ventana.
- ¡sube ahora mismo!
Bajó al rato con la cara como una pizza, hinchada, llena de ronchones, manchas sanguinolentas y corros blanquecinos de la crema antiinflamatoria. Y sin la bici.
- lo he hecho mejor que tú-
Aunque sonaba “lo he hechohh bejod que dú”, mientras me mostraba su boca ensangrentada al sonreír.
En ese momento lo odié, y me alegré de su caída. Me levanté y empecé a dar vueltas con la bici, dispuesto a demostrarle quién era el mejor. Las cabriolas se sucedieron, con audacia. De pronto vi que David estaba rodeado por cuatro personas. Me acerqué a ver qué sucedía. Eran chicos del barrio. Al ver mi bicicleta silbaron sorprendidos. La admiraron, mientras yo sonreía, gallardoso, con el pecho hinchado. Dos de ellos se fueron, mientras los otros dos toqueteaban mi bici, absortos. Me pidieron dar una vuelta, para comprobar cómo iba.
- claro, toma. Seguro que nunca has visto una bici igual - dije, confiado.
Dio un par de vueltas por la plaza y, al cabo de un instante, enfiló la esquina de un edificio y salió de la plazuela. El otro, que aún estaba con nosotros, miró su reloj, y dijo que tenía que irse, que era tarde.
Yo iba a preguntar por su amigo, el que tenía mi bici, pero no me dio tiempo. Salió corriendo, dejándonos boquiabiertos, a mi porque no sabía que decir, y a David, porque no podía cerrar su amorcillada boca.
Pasadas varias horas sin noticias de la bici, decidí subir a casa.
- Be barece que du damboco has vfisto odra igual...- me espetó David, con sonrisa malévola. Con la boca hinchada y grumosa, llena de chorretones, tenía una mirada torva. Yo estaba angustiado y eso me sobrepasó. Le miré y, apretándole los mofletes con fuerza, le chillé:
- ¡tú te callas, boca jarro hijo de perra!-
Y subí corriendo a mi casa, dejando que se retorciera de dolor. Mientras subía intentaba crear una explicación lógica a lo que había pasado. No me dio tiempo a enlazar nada. Lo expuse como pude, diciendo que en breve me la devolverían, pero no cuajó. Dos sonoros bofetones me devolvieron a la realidad. Al finalizar el día estaba sin bici nueva, con la cara caliente y enfadado con David. Los mayores no entendían nada.
Años después disfrutaba en la playa de Castellón de una sesión improvisada de haikkus con mis amigos. Salían sin dificultad, regados por las copas, en una noche cálida y agradable, el mar en calma y el cielo tachonado de estrellas. Entre verso y verso mis amigos encadenaron bailes en torno a un grupo de jovencitas de risa alegre y mirada enigmática. El más lanzado, Bisentín, ya estaba invitando a copas a dos de ellas, mientras Carlos dudaba entre otras dos bellezas. Rubén y yo seguíamos nuestro duelo de haikkus mientras Gema no perdía detalle de todo.
Carlos, grandullón incorregible, ya meneaba la cintura al ritmo de la salsa mientras enlazaba su brazo en el talle de una joven y brindaba con la otra con el ron de la mano. Todo parecía fluir con naturalidad. Empieza a trabar conversación con la chica de talle espigado y cara de anuncio de perfume caro. Nosotros nos sorprendemos, porque no es especialmente agraciado; pero la chica lo mira, arrobada, prendada de sus encantos. Bailan, se entrelazan, se acercan, susurran confidencias y enroscan miradas incendiarias.
La temperatura en torno a la pareja va en aumento. Mientras, Bisentín ha desaparecido con otras dos beldades.
Para la pareja no existe nada más que ellos dos bailando a la luz de la luna, frente al mar. Las amigas del bellezón están acodadas en la barra, riendo nerviosas y bebiendo con suavidad. Están extasiadas ante la tensión palpitante.
De pronto surge, cegador, un beso arrebatador, sincero, deseado. Las amigas intercambian risitas como púberes colegialas. A Carlos le pilla de sorpresa, pero no se retira. En cambio ella sí, dejando al hombrón con el morro estirado, como si fuera a beber de una fuente.
La chica se limpia la boca con el dorso de la mano, bebe un gran sorbo de su copa y se gira ante sus amigas, gritando:
- ya está, ya he pagado mi prenda. Podemos irnos.-
El grupito prorrumpe en un griterío histérico, y salen corriendo. Carlos agarra a su pareja, incrédulo. La mira con ojos de cordero sacrificado, pidiendo una respuesta a gritos, incapaz de articular palabra. Ella lo mira con desdén y le escupe:
- era una apuesta. ¿De veras pensabas que iba a liarme contigo?- y sale escopetada.
Carlos se queda descolocado. Como si a un niño le pegas dos tortas sin motivo; aunque le hayan robado la bici. Se deja caer en la toalla. Gema intenta consolarlo, sin éxito. De pronto se mueve inquieto. Algo no encuentra. Furioso, revuelve la ropa, la toalla, la arena. Ha perdido un juego infantil que le regaló su abuela, un par de clavos enredados, un pasatiempo. Le gustaba llevarlo. En momentos puntuales, le gusta sentirlo en su mano, le gusta morderlo. Cuando se angustia o se pone nervioso, le gusta sentir el sabor a óxido de los clavos, le tranquiliza ese amargor. Es algo inconsciente. Y ahora lo necesita. Sin una palabra todos entendemos lo necesario, y nos ponemos de pie y enfilamos el paseo y la carretera, en dirección a la ciudad; todo sin hablar. Sigue nervioso. De vez en cuando, sin que le veamos, o eso piensa él, se acerca curioso a ver algún cartel pegado en alguna farola. Simula leerlo y, con rapidez, sacude un lametazo al óxido de las farolas. Poco a poco se tranquiliza.
Yo observo, y pienso en David, al que no he vuelto a ver; y me pregunto si él también saboreó el óxido esa tarde que se estampó de morros; y dudo si tiene mono de ese sabor, como mi amigo.
- las mujeres a veces somos un poco....así- rompe Gema.
Clarea el día ya, y tras nosotros, una sombra se escabulle.
Busca a Peter Pan y sus intenciones, pienso yo, no son nada buenas.